José, el discípulo perdido.


En el último tramo de la vida terrenal de Jesús, una serie de eventos muestran su profunda soledad, el rigor físico y emocional al que fue sometido en Getsemaní y la resistencia con la que sobrepuja las horas previas a ser elevado sobre una cruz en el Gólgota. Parece ser que en esos momentos se puso a prueba la lealtad de sus amigos y seguidores, de cada persona que fue directa o indirectamente, bendecida por el salvador del mundo en su ministerio. Todos los que habían sido acariciados por su voz, nutridos por sus enseñanzas, todos los que fueron marcados por su ejemplo, e incluso librados de la cárcel debido a su casi nula defensa, todos permanecieron en silencio, una, tres veces y más (Lucas 22:61)

María en su soledad, acompañada de algunos familiares, se quebraba en súplicas al seguirlo de cerca, viendo a aquel hijo sin mancha que le había nacido para bendecir, ser maltratado, humillado y sacrificado. 

En todo ese trayecto en algún lugar cercano a las murallas de Jerusalén, José de Arimatea vigilaba con atención e impotencia los hechos. Se había ausentado del Sanedrín del que era parte, para evitar acusar a Jesús y con ello estaba casi evidenciado su discipulado secreto. Sabía que corría peligro si se le asociaba al Mesías, pero los hechos golpeaban su conciencia y corazón una y otra vez. Me puedo imaginar su inquietud ante la injusticia presenciada, la ansiedad de no poder con su alta posición en el concilio gobernante, acercarse al maestro y defenderlo ¿De qué me sirve todo esto? Podría haberse preguntado una y otra vez en esas horas que pesaban casi como la cruz en su mente ¿De qué me sirve si no hago lo que siento es lo correcto?

Fue así que ante los demás discípulos que habiendo negado al Cristo ya se hallaban prófugos y nerviosos, él no soportó más la inacción a la que lo ocurrido lo condicionaba, y decidido a ya no ocultar más su devoción hacia el Maestro, se apresuró a reclamarle en un impulso de gloriosa osadía, a nada menos que Poncio Pilato, el derecho de bajar de la cruz el cuerpo ya sin vida de ese Mesías torturado, y  guardarlo en un sepulcro de su propiedad. Tan grande fue aquel impulso, que tomó por sorpresa a Poncio Pilato, ya que no había recibido aún confirmación de su centurión sobre la muerte de Jesús, pero accedió a la firmeza de la petición luego de consultarlo (Marcos 15:43). 

Con delicado cuidado José, el discípulo antes oculto, se apresuró a envolver el cuerpo de Cristo en mantas de lino fino, y junto a Nicodemo y sus sirvientes, lo trasladaron a donde reposara solo por un corto tiempo el cuerpo magullado y traspasado de su Señor. Cabello y piel fueron ungidos con encomiable amor, especias y lágrimas antes de cerrar el sepulcro, la escena debió ser especial, una mezcla de dolor y consuelo, una despedida incompleta pero gratificante, incertidumbre y esperanza al mismo tiempo, una vez más, inevitable temor e inevitable fe. 

De no ser por ello el cuerpo del Salvador hubiese permanecido en la cruz durante todo el día de reposo en donde no se podía realizar obra alguna, expuesto a ser despedazado por las aves y profanado por enemigos. Los Apóstoles que se hallaban escondidos y con temor de ser capturados, aún si hubiesen cobrado el valor de acercarse a reclamar el cuerpo del Maestro, no hubieran obtenido gracia alguna ante Poncio Pilato. Pero las entrañables misericordias permitían que José de Arimatea, el discípulo en secreto, el amigo perdido, aquel que no pudo seguir y servir al Salvador como los dos hubiesen querido, haga lo que nadie más podía haber hecho en ese momento, y con ello siguió el máximo ejemplo de Jesus, al cumplir con algo que no estaba obligado a realizar pero que tenía la capacidad de hacer, y fue una bendición y alivio para María y los familiares del Mesías, justo en las horas más crudas de sus vidas, justo en la oscuridad más profunda, al fondo de ese abismo de dolor una pequeña luz se abrió paso. 

Después de eso no hay registro claro de José de Arimatea, no lo sabemos pero hay quienes aseguran fue castigado y exiliado por el Sanedrin al haberse expuesto como discípulo de Cristo (Evangelio apócrifo de Nicodemo), no sabemos tampoco si alcanzó a verlo resucitado aquel día glorioso, luego de que la pesada piedra fuera removida. Si su gozo pudo ser completo con ello en vida. No obstante todos tendremos en algún momento la oportunidad de cumplir una misión de esa manera, llegará la ocasión en la que se nos presente la oportunidad de realizar aquello a lo que no estaremos obligados, pero que nuestras experiencias previas nos permiten hacer a favor de alguien, a veces fuera de lo regular de nuestras asignaciones y rutina. Todos tenemos una misión especial que cumplir, que pese a las dificultades, se nos da la oportunidad de realizar en momentos cruciales de esta existencia, a veces puede ser un simple mensaje, una visita, la calidez de un abrazo prolongado, y otras involucrarnos un poco más en asuntos que quizás pensamos no son nuestros problemas, o creemos ya no tienen solución en la vida de otras personas, y sabemos hemos sido preparados con nuestra vida para acudir al silencioso llamado. Es quizás ese el secreto de la ministración verdadera, hacer aquello a lo que no estás obligado, pero sabes que puedes hacer, pese a que podrías ser rechazado o señalado por ello

"¿Qué haría Jesucristo en mi lugar?" Podemos acercar esa clásica pregunta más a nuestra imperfección humana, a la que se desprende de los párrafos anteriores: ¿Qué haría José de Arimatea en mi lugar? ¿Iría yo al auxilio de la familia de Jesús? ¿De Jesús mismo reflejado en los rostros de otra gente? 

Las marcas en las manos de Cristo simbolizan su paso activo por este mundo, reflejan que estuvo realmente aquí y se involucró totalmente con cada uno de los hijos de su padre. Si en la existencia preterrenal escogimos esta vida, las heridas de transitar en ella, de seguro también.

Un día todos recibiremos el bálsamo que sane por completo cada cosa, y nos levantaremos para testificar que el alegre resplandor de una mañana de resurrección, es a veces precedido por  una dura y empinada subida al Gólgota, para ayudar a descender a alguien, o a varios, de una amarga cruz. 










Publicado originalmente por el autor en Enlacedefe.org como: "El alegre resplandor de la mañana de resurrección". 

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